El 10 de agosto de 1519, hace 500 años, salió de Sevilla la expedición de Magallanes y Elcano que iba a circunnavegar por primera vez el planeta
El 20 de septiembre de 1519, contando con el patrocinio de la corona española, una flota de cinco naves –Santiago, San Antonio, Concepción, Trinidad (la capitana) y Victoria– partía del puerto de Sanlúcar de Barrameda bajo el mando del hidalgo y navegante portugués Hernando de Magallanes. Más de un mes antes, el 10 de agosto, la expedición había salido de Sevilla. Su objetivo principal era alcanzar Las Molucas, islas productoras de las codiciadas especias, navegando hacia el Oeste, para arrebatar el monopolio de las mismas a los portugueses, los cuales llegaban a dicho destino por el Este, perlongando África por el cabo de Buena Esperanza en busca del océano Índico.
Era el inicio de un periplo en el que, por primera vez, se lograría circunnavegar el Globo Terráqueo, comprobando empíricamente su esfericidad. Los coetáneos lo calificaron como la gesta más maravillosa y el más grande acontecimiento humano registrado desde la creación del Mundo. «Los protagonistas de tal hazaña», declara Víctor Mora, actual alcalde de Sanlúcar, «salieron de nuestro puerto y volvieron tres años después exhaustos, pero cargados de novedades y noticias, con una visión del orbe hasta entonces desconocida».
Componían la expedición marítima 265 personas de varias nacionalidades. Aparte de españoles y lusitanos, había flamencos, franceses, alemanes, griegos e italianos, además de moros y negros, incluido el malayo Enrique, esclavo de Magallanes desde los días de juventud de éste en el Lejano Oriente al servicio de Portugal. A cualquiera que hoy recorra Sanlúcar por el paseo de Bajo de Guía, junto al Guadalquivir ya convertido en mar, y se detenga frente al reloj ecuatorial Legua Cero, monumento que conmemora y marca el punto de salida de la flota, no le costará imaginar a aquellos marineros llegados pronto hará 500 años de todos los rincones conocidos, prestos a partir hacia lo que los océanos celaban con ocultación, ávidos de fortuna y de hallar «cosas admirables», que dirá el italiano Antonio Pigafetta, cronista de la odisea magallánica.
Ansias de descubrimiento
Y es que la afortunada empresa de Colón había provocado, de entrada, un pasmo inmenso en el Viejo Mundo. Luego, un delirio de aventuras y ansias de descubrimiento sin precedentes. Príncipes, mercaderes, especuladores y, sobre todo, multitud de descontentos con su suerte, desde los bastardos de grandes señores a los perseguidos por la justicia, acudieron a los puertos, donde patronos y capitanes se las veían y deseaban para darles cabida en sus buques. Con clarividencia consecuente, Europa entendió que la navegación y el descubrimiento estaban llamados a transformar el mundo decisivamente. Una expedición sucedía a la otra. Por todas partes surgían territorios ignotos e islas nuevas. Las naves que zarparon de Sevilla, Cádiz, Palos de la Frontera, Sanlúcar y Lisboa propiciaron la exploración de más tierras desconocidas que antes la Humanidad entera en milenios de existencia.
Llegados a Brasil, el objetivo prioritario e insoslayable de Magallanes sólo podía ser uno: hallar un paso marítimo hacia el Mar del Sur,descubierto por Balboa en 1513 tras atravesar el istmo de Panamá. Tal búsqueda le supuso, de inicio, un precio inesperado: la pérdida de la Santiago en un temporal. Finalmente, navegando sin desmayo cada vez más al sur, la flotilla se adentró por una angostura imponente, entre montañas de grandioso aspecto, «y pensamos que no había en el mundo mejor y más hermosa embocadura que ésta», escribió un entusiasmado Pigafetta. Se trataba de un laberinto líquido lleno de quiebros e incontables canales sin salida, al que hoy se conoce con toda justicia por el apellido de su descubridor: estrecho de Magallanes.
Un nuevo contratiempo aguardaba a la expedición antes de salir a mar abierto: la desaparición de la nave San Antonio, cuya tripulación desertó retornando a España con gran parte de las provisiones. El 28 de noviembre de 1520, los tres barcos restantes avistaron un vasto océano con su oleaje en calma. «Señores», anunció Magallanes a sus oficiales, «navegamos por aguas que ningún navío recorrió antes. Ojalá siempre las hallemos tan sosegadas como esta mañana. Con esta esperanza llamaré a este mar Pacífico».
Sosegadas o no, lo que nadie sabía era que se aventuraban en una inmensidad marina que cubre un tercio de la superficie terrestre, la cual tardarían 97 días en atravesar sin darse de bruces con una sola de las atomizadas tierras que contiene. Inevitablemente, el fantasma del hambre se materializó. Cuando la consuetudinaria galleta se terminó, los hombres buscaban migas, que estaban llenas de gusanos y hedían a orines de ratón. Bebían agua putrefacta de varios días y llegaron a ingerir el cuero que recubría las vergas.
La gran revelación
El 16 de marzo de 1521, ya en el archipiélago filipino, unos nativos se acercaron en canoa a la Trinidad. El negro Enrique les habló en malayo, el lenguaje de las Indias Orientales, y aquéllos le entendieron y le contestaron. Este fue el instante de la gran revelación. Habiendo abandonado tales tierras ocho años atrás, en 1513, Magallanes, a fuerza de alejarse de ellas rumbo al Oeste, las iba alcanzando de nuevo. De esta manera, con emoción contenida, tuvo la comprobación anhelada: había dado virtualmente la vuelta al Mundo. La fortuna le volvió la espalda en la isla de Mactán, donde el 27 de abril de 1521 los indígenas se abalanzaron sobre él en la playa con lanzas de bambú y acabaron con su vida.
Desaparecido «nuestro espejo, nuestra luz, nuestro consuelo, nuestro guía verdadero», narra Pigafetta, asumió el mando Juan Sebastián Elcano. Claro que, a esas alturas, la expedición había quedado reducida a 114 hombres –menos de la mitad que en el inicio–, insuficientes para gobernar tres barcos. Fue forzoso quemar la Concepción y huir de Filipinas a bordo de la Victoria y la Trinidad, rumbo al mar de China meridional, hasta que toparon con la isla de Tidore, una de las Molucas. Allí cargaron tal cantidad de especias –clavo, fundamentalmente– que la Trinidad, necesitada de carena, fue dejada en Tidore.
Durante el tornaviaje por el Índico, Elcano afrontó motines y deserciones. En el cabo de Buena Esperanza, las tormentas se cebaron una y otra vez sobre el solo navío que seguía a flote. Costeando el occidente africano no cesaban de fallecer marineros, víctimas del escorbuto o la inanición. El 8 de septiembre de 1522, casi tres años después de su partida, la Victoria atracó en el puerto de Sevilla. Una multitud silenciosa presenció el desembarco de 18 supervivientes, entre ellos el leal Pigafetta. Al día siguiente, famélicos y descalzos, fueron con cirios encendidos a dar gracias a la iglesia de Santa María de la Victoria, donde Magallanes había jurado obediencia al rey Carlos. Habiendo honrado así a su jefe difunto, Juan Sebastián Elcano aceptó del monarca el premio definitivo: un escudo de armas con un globo y la divisa Primus circumdedisti me –fuiste el primero en circunnavegarme.
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