Su carácter visionario le permitió imaginar artilugios que hoy forman parte de nuestra tecnología, desde el submarino o el helicóptero pasando por el metro e incluso Internet.
Julio Verne (1828-1905), pionero en el género literario de la ciencia ficción, fue el primero en convertir al científico en el héroe de sus novelas. A lo largo de su vida escribió casi un centenar de novelas —de hecho, su obra es la más traducida tan solo superada por Agatha Christie—, las cuales eran un reflejo de los grandes descubrimientos geográficos y de los avances e innovaciones tecnológicas de su época.
En 1863 publicó la novela París en el siglo XX, en donde se narra la historia de un joven que vive en una ciudad con coches de gas, trenes de alta velocidad y rascacielos de vidrio. En esta novela, Verne habla de una red internacional de comunicaciones que conecta distintas regiones para compartir información.
Pero posiblemente la mejor creación de Verne fue el submarino Nautilus, que describió en «Veinte mil leguas de viaje submarino» (1870). Aquella máquina debió fascinar al marino español Isaac Peral, ya que dieciocho años después de la publicación hizo realidad la construcción del primer submarino eléctrico.
Océano subterráneo
En su Viaje al centro de la Tierra (1864) Julio Verne imaginó un océano en el interior de nuestro planeta. Aunque no en forma de agua líquida, como lo visualizó el escritor francés, el agua podría estar «atrapada» en minerales de la corteza terrestre, en la llamada zona de transición entre los mantos superior y el inferior, a una profundidad de entre 410 y 660 kilómetros.
Así se confirmó en 2014, cuando investigadores de la Universidad de Alberta (Canadá), identificaron una muestra de «ringwoodita» dentro de un diamante hallado en Brasil. El diamante, que se encontró enterrado en el lecho de un río, habría sido «empujado» a la superficie de la Tierra por una roca volcánica llamada «kimberlita», la más profunda de todas las rocas volcánicas. Se cree que la «ringwoodita» existe en grandes cantidades bajo altas presiones en esa zona de transición entre el manto superior y el inferior.
Este tipo de minerales tienen un alto contenido en agua —en concreto en la muestra encontrada el agua representa el 1,5 % de su peso—, por lo que el hallazgo viene a demostrar que hay una gran cantidad de ella en lo profundo de la Tierra: se calcula que toda el agua de los océanos juntos. El autor principal de la investigación, Graham Pearson, así lo aseguró: «Esa zona en particular en la Tierra, la zona de transición, podría tener tanta agua como todos los océanos del mundo juntos».
Mucho más que coincidencias
En cualquier caso, las más sorprendentes anticipaciones de Verne se remontan a otros océanos, los océanos cósmicos. Por ejemplo: en el primer viaje experimental de la novela De la Tierra a la Luna (1865) hay tripulación animal. Y en la realidad, el primer ser vivo que viajó al espacio fue la perra Laika.
Pero hay más coincidencias: la nave de Verne que llegó a la Luna se llamaba «Columbia», fue fabricada en aluminio y estaba tripulada por tres hombres. El módulo norteamericano Apolo XI (1969) se llamó «Columbia» y también llevó tres astronautas al espacio. Ambos tenían forma cónica y medían 3,65 metros; el Apolo XI pesaba 5.621 kilogramos, mientras que el diseño de Verne tenía un peso de 5.345 kilogramos.
Un lugar de lanzamiento óptimo incluso en literatura
Lo esperable en el siglo XIX era que el lanzamiento se hubiera realizado en las dos grandes potencias del momento —Francia e Inglaterra—. Sin embargo, el escritor francés prefirió Estados Unidos. Además, optó por lanzar la nave en Cabo Town, a unos cien kilómetros de distancia de Cabo Cañaveral (Florida), el lugar por el que optó la NASA para su misión.
La elección no fue casual. Verne calculó que para que un cohete sea lanzado al espacio, hay que contar con la rotación terrestre, velocidad de escape y su propia velocidad inicial. Cuanto más cerca nos encontremos al ecuador terrestre, menos energía se necesitará y, por tanto, la misión tendrá un menor gasto. Cabo Town, al igual que Cabo Cañaveral, está al sur de los Estados Unidos.
Además, contó con que, si el proyecto salía mal, el combustible caería en tierra, poniendo en peligro la vida de seres humanos. Sin embargo, al lanzarlo desde un punto costero, los restos caerían al océano, evitando poner en peligro vidas humanas.
Verne calculó, además, que la velocidad necesaria para que el cohete pudiese vencer la fuerza gravitatoria terrestre tenía que ser de unos once kilómetros por segundo, un cálculo bastante aproximado.
Continúan los paralelismos
La velocidad que alcanzó el Apolo XI fue de 40.000 kilómetros por hora, un poco superior a la de la ficción del escritor francés (38.720 kilómetros por hora). También fue muy similar el tiempo del viaje hasta el alunizaje, en el caso de la ficción fue de 83 horas y en el del Apolo XI se prolongó hasta las 97 horas.
En ambos casos, el alunizaje se produjo en el mar de la Tranquilidad. Aunque, cuando los astronautas de Verne llegaron a la Luna no encontraron selenitas, tal y como había imaginado Edgar Allan Poe. Por último, el amerizaje de la cápsula en el regreso a la Tierra del Apolo XI se produjo en el océano Pacífico, a tan sólo cuatro kilómetros de lo previsto por Verne.
Para finalizar, me quedo con una de las máximas de Julio Verne: «Todo lo que una persona puede imaginar, otros pueden hacerlo realidad».
Por Pedro Gargantilla.
Articulo publicado en...https://maestroviejo.es/las-asombrosas-predicciones-de-julio-verne-que-se-han-hecho-realidad/
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