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martes, 18 de febrero de 2014

El lado espiritual de Albert Einstein

En 1946, Albert Einstein escribió una autobiografía para la colección “Living Philosophers” de Paul Arthur Schilpp, la cual buscaba que los protagonistas se centrasen en las preguntas trascendentales del ser humano. En ella, el científico dejó resumidas sus inquietudes religiosas, las cuales habían ido creciendo con el tiempo, sobre todo a partir de la década de los años treinta.

Einstein escribió que, desde muy niño, su obsesión fue encontrar una alternativa a la necesidad de satisfacer los deseos y carencias individuales, algo que consideraba desmoralizador y sin esperanzas de éxito, lo cual ya había expresado en escritos anteriores:

La comodidad y la felicidad nunca me han parecido una meta. Estas bases éticas semejan los ideales del rebaño de cerdos… Las metas comunes del esfuerzo humano, obtener posesiones, éxito exterior y lujo, siempre se me han presentado como despreciables, desde que era muy joven. (Mi credo humanista)

En uno de sus ensayos, escribe Einstein:

¿Cuál es el sentido de nuestra vida, cuál es, sobre todo, el sentido de la vida de todos los vivientes? Tener respuesta a esta pregunta se llama ser religioso. Pregunta: ¿tiene sentido plantearse esa cuestión? Respondo: quien sienta su vida y la de los otros como cosa sin sentido es un desdichado, pero hay algo más: apenas merece vivir.

[...] El misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir. Es la sensación fundamental, la cuna del arte y de la ciencia verdaderos. Quien no la conoce, quien no puede admirarse ni maravillarse, está muerto. Sus ojos se han extinguido. (Mi visión del mundo)

En un primer momento de su vida, se refugió en la religión, llamando a esa etapa el “paraíso religioso de la juventud”. Tal impronta permanecería viva y se manifestaría posteriormente en su interés por el judaísmo y la convivencia cultural con el islamismo. Pero siempre intentó no ligarse a ninguna confesión y trató de desarrollar su propia concepción religiosa a la par que sus teorías cambiaban las bases de la Física.

A los doce años, al querer someter la Biblia al análisis científico, entró en una crisis de fe que le llevó al ateísmo. La posterior lectura de escritos filosóficos, sobre todo la Ética de Spinoza, y el contacto con otros científicos de corte “místico”, como Max Planck, le llevaron a una incesante indagación de cómo integrar ciencia y religión en un pensamiento coherente que abarcase una comprensión del Universo como un Todo.

Existía en la Alemania de principios del siglo XX una corriente intelectual que buscaba la unión de las diferentes disciplinas científicas y filosóficas en pos de una cosmovisión que mostrara el universo como un Todo. Esta idea se plasmó en 1912 mediante un manifiesto firmado por las figuras más relevantes del momento, como Sigmund Freud, el físico Ernst Mach, el matemático David Hilbert y otros.

Esta inquietud integradora se manifestó en Einstein en un aspecto fundamental: su obsesión por acoplar las leyes de la Física en una teoría unificada del Todo.

Más allá, resulta revelador que, desde sus años de adolescente, mostrara especial debilidad por autores como Kant y Goethe. Para Einstein, la búsqueda científica era mucho más que una simple tarea de científicos. Era una necesidad psicológica innata al ser humano que integraba todos los aspectos posibles del conocimiento. Para él, abordar los asuntos más complicados de la ciencia requería un estado de conciencia muy profundo, similar, diría él, al de un religioso o al de un enamorado.

Einstein no concebía barreras entre su pensamiento científico y sus inquietudes religiosas. Según le confesó a uno de sus colaboradores, Ernst Straus, lo que realmente le preocupaba era averiguar si había alguna posibilidad de conservarle a Dios un papel en la historia de la creación del Universo.

Siguiendo a Spinoza, le inquietaba la idea de que si Dios era perfecto, el universo no podía cambiar, no podía verse afectado por el paso del tiempo. Lo que es perfecto, si cambia, sólo puede cambiar para transformarse en algo inferior, pues la perfección ha de ser un estado único, no puede haber dos perfecciones y Dios no puede cambiar a un estado inferior.

Como consecuencia de ello, el Universo, ha de ser infinito, eterno e inmutable. Esta creencia en la inmutabilidad del Universo, fue la que llevó a Einstein a descartar las soluciones cosmológicas de sus ecuaciones de la Teoría General de la Relatividad, que podrían conducir a la contracción del Universo. Para evitarlo incluyó la llamada constante cosmológica, un artilugio matemático que destruía la natural belleza de sus ecuaciones y permitía describir un Universo estacionario, planteando la existencia de una fuerza opuesta a la gravedad.

En otra ocasión, en respuesta a la pregunta de si creía en Dios, contestó: “Creo en el dios de Spinoza, el cual se revela en la armonía del mundo, no en un dios que se preocupa por el destino y los quehaceres de los humanos”.

A partir de los años treinta, los escritos de Einstein en este sentido se incrementan sobremanera, intentando ofrecer una visión conciliadora entre la ciencia y los aspectos espirituales. Según reflexiona, la humanidad estaba alcanzado cierta madurez espiritual al ver cómo se comenzaba a desvanecer la idea de un dios antropomórfico y era sustituida por la que ya había sido mostrada por grandes mentes como Demócrito, Francisco de Asís o Spinoza.

Se trataba de un dios incorpóreo sólo cognoscible indirectamente a través de sus obras, la Naturaleza, regida por la ley de causa y efecto. De ahí su famosa frase en contra de los principios que empezaba a postular la mecánica cuántica: “Dios no juega a los dados”.

De acuerdo a Spinoza, todo lo que existe está determinado por la necesidad divina de que sea y actúe de una manera precisa. Muchos estudiosos consideran esta idea una clave fundamental para explicar la pasión de Einstein por el estricto determinismo y su rechazo de la física cuántica a pesar de las sólidas pruebas que la empezaban a consolidar ya en su época.

Los principios religiosos de Einstein se resumían, así, en la futilidad de los deseos humanos, por un lado, lo cual le hacía detestar a ese dios antropomórfico y entrometido, y en el orden natural como revelador de la divinidad, por otro. Se trataba de un sentimiento cósmico religioso que, en sus propias palabras, “es el motivo más fuerte y más noble para la investigación científica… Un contemporáneo ha dicho, no injustamente, que en esta era materialista que vivimos los científicos serios son sólo aquellos profundamente religiosos”.

En otro de sus comentarios:

Aquellos individuos a quienes debemos los grandes logros de la ciencia estaban todos imbuidos de la auténtica convicción religiosa de que este universo nuestro es algo perfecto, y susceptible de ser conocido mediante el esfuerzo racional. Si esta convicción no hubiera sido fuertemente emocional, y si los que buscan el conocimiento no se hubieran inspirado en el Amor dei intellectualis de Spinoza, difícilmente habrían sido capaces de esa devoción incansable que es la única que le permite al hombre alcanzar sus mayores logros.

Leyendo las inquietudes de uno de los científicos más importantes de la Historia de la Humanidad, uno no puede por menos que preguntarse cómo hemos podido llegar a ser educados, entonces, en la tajante afirmación de que la ciencia, en su búsqueda de lo real, es incompatible con cualquier otra faceta del conocimiento humano.

Como si el buen científico no pudiera permitirse más que ser una especie de autómata aséptico a la hora de ver la realidad, incluso en su tiempo libre…

– Fuente original: Einstein´s Third Paradise
extraido de--sabiens--



fuente/ erraticario.com

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