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jueves, 7 de noviembre de 2019

Cabezas olmecas, gigantes bajo tierra

Cabezas olmecas, gigantes bajo tierra

Un día de 1862 el explorador José María Melgar se adentró con entusiasmo en el infierno pantanoso que bordea el golfo de México. Pese a la selva impenetrable, el calor agobiante y los mosquitos, allí abundaba el petróleo. Incluso manaba a la vista entre la vegetación. Pero el aventurero mexicano iba a recibir una sorpresa aún mayor que el esperado filón de oro negro.
De repente se topó con un obstáculo duro en el suelo arcilloso. Intrigado, despejó el terreno y entonces surgió ante sus ojos una cabeza colosal de piedra. No lo sabía él ni lo sabría nadie hasta mediados del siglo siguiente. Sin embargo, esa escultura dotada de una mirada levemente estrábica descansaba allí desde hacía más de tres milenios. El petrolero acababa de descubrir el primer rastro de una civilización perdida.
Tan olvidada que ni siquiera los aztecas, florecientes muchos siglos después, recordaban cómo se llamaba. De ahí que denominaran a la región Olman, en su lengua “la tierra del caucho” (por extraer de ella el hule para las pelotas de su juego sagrado), y a sus misteriosos habitantes del pasado, los olmecas.
Confundidos con los mayas
Melgar informó inmediatamente de su hallazgo. No obstante, no hubo interés en la cabeza monumental. En aquella época se creía que se trataba de otro vestigio maya, como tantos que aparecían, y se consideraba a este pueblo el más antiguo de los precolombinos.
De hecho, la segunda expedición a la zona, esta vez arqueológica, cayó en el mismo error. Dirigida en el período de entreguerras por el danés Frans Blom para una universidad estadounidense, sacó a la luz un importante centro ceremonial olmeca. Era el de La Venta, parecido al que el petrolero había hallado décadas atrás en Tres Zapotes. Pero el estudioso europeo también creyó que se había cruzado con restos mayas.

Algunas voces científicas empezaron a llamar con un nombre aparte a esta “cultura secundaria” de la maya


Pese a esta idea equivocada, algunas voces de la comunidad científica empezaron a llamar con un nombre aparte a esta “cultura secundaria” de la maya. Después de todo, el estilo artístico de los olmecas –el apelativo que empezó a circular siguiendo el ejemplo azteca– no se asemejaba a los conocidos en Mesoamérica.
Entre los arqueólogos que se inclinaban por esta autonomía respecto al legado maya, había uno que desenterraría más cabezas colosales y, con ellas, parte de la verdad sobre la intrigante civilización que las había producido. Matthew Stirling, el hombre en cuestión, trabajaba para la Smithsonian Institution de Washington.
Poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, aprovechó unas vacaciones en México para visitar Tres Zapotes. Lo que encontró allí confirmó sus sospechas: quienesquiera que hubiesen sido, los olmecas parecían muy anteriores a los mayas. De regreso a Estados Unidos, convenció de ello a su museo y a la National Geographic Society.
Los más antiguo s
Ambas entidades financiaron ocho misiones sucesivas que, dirigidas por Stirling con la asistencia de su esposa, depararon decenas de hallazgos relevantes. Gracias a las excavaciones del matrimonio, salieron a la luz los principales centros ceremoniales de los olmecas. Surgieron de la selva y la sabana altares trapezoidales, estelas sagradas, figurillas de jade pulido, elementos de cerámica y, lo más espectacular, nuevas cabezas monumentales.
La pirámide olmeca de La Venta es la más antigua de Mesoamérica.
La pirámide olmeca de La Venta es la más antigua de Mesoamérica. (Dominio público)
Estos tesoros revolucionaron la arqueología cuando el artista Miguel Covarrubias, el erudito Alfonso Caso y otros estudiosos los presentaron ante la Sociedad Mexicana de Antropología en plena guerra mundial. El revuelo se debió a que, a la luz de las evidencias aportadas por Stirling, estos académicos propusieron una teoría radical: la cultura olmeca no solo había sido diferente de la maya, sino que había generado a esta última.
En otras palabras, que los redescubiertos habitantes de “la tierra del caucho” habían fundado la primera civilización americana, matriz de las posteriores. Muchos arqueólogos se opusieron a esta interpretación, que se basaba en la mitad inferior de una estela, bautizada como C, hallada por los Stirling en Tres Zapotes. Una cara de esta pieza mostraba la fecha más remota escrita en maya.
Pero esta –el 3 de septiembre de 32 a. C.– no podía descifrarse con claridad, lo que dio pie a numerosas lecturas durante casi tres décadas. Únicamente el empleo del carbono 14 en 1956 y el descubrimiento de la mitad superior de la estela trece años después confirmaron la suma antigüedad de los olmecas.
¿Precursores?
Mientras tanto, continuaban emergiendo testimonios valiosísimos. El matrimonio Stirling y colegas posteriores como Michael Coe o Ann Cyphers desenterraron más cabezas colosales y otras figuras de piedra en el área nuclear olmeca, situada en el arco que traza el golfo de México en la costa de Tabasco y Veracruz.

Los olmecas pudieron ser el modelo original de las civilizaciones más tardías


Estos restos surgieron en tanta abundancia que incluso se creó un museo para albergarlos, el primero antropológico de México, el de Xalapa (o MAX). Las excavaciones también revelaron rasgos urbanísticos significativos en los grandes centros ceremoniales. En San Lorenzo aparecieron ruinas de viviendas organizadas en torno a un patio central que se creían típicas de los mayas.
Y en La Venta salió a la luz una enorme pirámide escalonada de barro, antecedente de las construidas en piedra siglos después por otros pueblos. En cuanto a Tres Zapotes, la Estela C allí encontrada se convirtió, una vez corroborada su datación, en un ejemplo temprano de los calendarios mesoamericanos.
En los años ochenta se reafirmó el papel fundacional de los olmecas en un aspecto lúgubre: los sacrificios humanos. Los realizados por mayas y aztecas pudieron tener su origen en los practicados por los escultores de las cabezas gigantes, según se desprendió de unas figuras de madera enterradas junto al esqueleto de un bebé inmolado.
Hace unos años volvió a demostrarse el carácter pionero de los olmecas en otra faceta más, la escritura, gracias a unos jeroglíficos muy anteriores a los zapotecas, considerados hasta entonces los más arcaicos de América. Todos estos indicios no solo han ratificado la antigüedad de los olmecas. También validan la teoría de que pudieron ser el modelo original de las civilizaciones más tardías, una idea que sigue suscitando debates, ya que aún no está determinado el grado de esta influencia.
Figura infantil de la cultura olmeca.
Figura infantil de la cultura olmeca. (Walters Art Museum)
En efecto, todavía quedan muchos enigmas por resolver sobre esta cultura que tuvo su auge entre los años 1200 y 400 a. C. El más notable gira en torno a las cabezas colosales que condujeron a su redescubrimiento. Monolíticas, miden de 1,5 a 3 metros de altura y pesan entre 6 y más de 40 toneladas. Debió de ser un auténtico reto tallarlas, pues el basalto de que están hechas es una roca dura, y aquella cultura carecía de herramientas metálicas.
Otro aspecto aún más intrigante es la procedencia de su material, de tipo volcánico, inexistente en la zona metropolitana olmeca, de suelos arcillosos. Para dar con él, había que ir a las elevaciones de Tuxtla, a más de 80 km de distancia, y acarrear las moles hasta los lugares ceremoniales. Se estima que, como los olmecas desconocían la rueda, transportaron los bloques en balsas que remontaban los numerosos ríos locales.
Un misterio monolítico
Tampoco se sabe con certeza la función de estos monumentos. Se desconoce si obedecían a un propósito conmemorativo –en cuyo caso representan a reyes, sacerdotes, guerreros o jugadores de pelota– o a un fin ritual, de culto a los ancestros. El hecho es que cada una de las cabezas halladas posee facciones personalizadas.

Su existencia sugiere hasta qué punto continúa planteando incógnitas, tras 3.500 años de su aparición


Salvo estas diferencias y las dimensiones variables, todas comparten el tamaño gigantesco, el haber sido pintadas y enterradas –también se ignora por qué– y el ser retratos que exhiben siempre un casco o tocado, ojos redondos levemente bizcos, nariz ancha y labios carnosos.
Algunos arqueólogos han visto en esta fisonomía, más negroide que indígena, una prueba de migraciones protohistóricas de África hacia América. Aunque pocos suscriben esta tesis, su existencia sugiere hasta qué punto continúa planteando incógnitas, 3.500 años después de su aparición, la primera civilización del Nuevo Mundo.




Este artículo se publicó en el número 488 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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