A finales del siglo XIX, el regionalismo gallego, en busca de una identidad nacional singular, vio en los pueblos castreños de la Edad de Hierro formas culturales, políticas y religiosas que se correspondían con las de los celtas. Ese incipiente nacionalismo dibujaba un pasado druídico, guerrero y heroico que habría logrado pervivir en los ambientes rurales, resistiendo a la romanización y dejando una huella perenne en las tradiciones y el folclore gallegos.
Con más o menos matices, su visión perduró durante la dictadura franquista. Únicamente empezó a cuestionarse a partir de la Transición, cuando surgió una corriente revisionista que negaba el pasado celta y magnificaba la determinante (y muy posterior) influencia romana. La negación del pasado celta alteraba por completo la naturaleza otorgada hasta entonces a las comunidades castreñas. Estas se convertían en comunidades igualitarias, pacíficas y arcaicas.
Comunidades que vivían, si no totalmente aisladas, al menos al margen de la evolución de las corrientes históricas de la península, experimentando un desarrollo propio, más lento, localista y endógeno. Hoy, la cuestión céltica ya no se encuentra en el centro del debate, aunque aún está presente en mayor o menor medida. Sin embargo, la discusión sobre la idiosincrasia de los pueblos castreños sigue más viva que nunca.
El hallazgo de lugares de culto fenicio en las costas gallegas sugiere que estos eran puntos de intercambio frecuente.
Aspectos como su disposición para la guerra, su organización social y su grado de desarrollo comercial y económico aún están sobre la mesa. No en vano, el número de castros clasificados solo en Galicia supera ya los tres mil, y las investigaciones arqueológicas han propiciado un gran conocimiento de la Edad de Hierro en el noroeste peninsular.
A día de hoy sabemos que los pueblos castreños no vivieron aislados, y que las comunidades costeras, principalmentede las Rías Baixas, mantuvieron intercambios comerciales con los fenicios. Las excavaciones en castros como A Lanzada (Pontevedra) y Neixón (La Coruña) revelan abundante presencia de cerámicas, vajillas y ánforas de origen púnico.
El Museo del Mar de Vigo, por ejemplo, atesora un altar púnico similar a otros conocidos del Mediterráneo. El hallazgo de lugares de culto fenicio en las costas gallegas sugiere que estos eran puntos de intercambio frecuente, ya que los fenicios construían estos templos para comerciar en torno a ellos y realizar ofrendas antes de echarse de nuevo a la mar.
Castros Galicia Santa Trega, 2011, A Guarda
Reconstrucción de una vivienda en el castro de Santa Tecla, en A Guarda, Galicia. Foto: Vía: Creative Commons. Autor: HombreDHojalata
Las recientes investigaciones han llevado a los arqueólogos a desechar ideas homogeneizadoras en cuanto a la estructura de los castros, sobre todo a partir del siglo IV a. C., cuando se inicia la segunda Edad de Hierro. En la mitad oriental de Galicia abundan los castros con una estructura rectangular o cuadrada dispuesta a lo largo de una gran calle central.
Es el caso de Santomé (Orense). No obstante, en esta zona también se cuentan poblados, como el de Vilela (La Coruña), en los que la presencia de una calle principal no resulta tan clara. En cambio, la fisonomía de los castros de la mitad más cercana a las Rías Baixas suele ser más redondeada. Basta visitar Monte do Facho y Castrolandín (ambos en Pontevedra) para apreciarlo.
Tampoco existe uniformidad en torno a su función. La típica imagen de un castro entendido como un asentamiento humano fortificado ha sido ampliamente superada. En este sentido, el castro de Laias (Orense), en vez de contar con viviendas en su recinto central, consta de almacenes, seguramente de uso colectivo (para guardar el excedente de grano).
Otro caso especial es el de Santo Tomé de Nogueira (Pontevedra). Este yacimiento se levanta en un terreno llano, sin elementos monumentales que delimiten su espacio ni baluartes defensivos, lo que sugiere que debió de ser un asentamiento temporal o tal vez una pequeña granja. Por su parte, Monte do Facho (Pontevedra) aloja un santuario prerromano, según algunos investigadores, lo que indica que debió de tener un uso religioso o ritual.

¿Había desigualdades?
Uno de los aspectos más controvertidos de los castros radica en su grado de jerarquización social. César Parcero, investigador del Instituto del Patrimonio del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), considera que la organización social evolucionó con el tiempo. Según Parcero, hubo una Primera Edad de Hierro con sociedades mayoritariamente igualitarias, y una Segunda Edad de Hierro (hasta finales del siglo II a.C.), marcada por el surgimiento de la jerarquización y el conflicto.
Castros Gañicia Burela
Vista desde la carretera del Castro de Burela.
Frente a Parcero, otro miembro del CSIC, Alfredo González-Ruibal, considera que la evolución social se produjo en el espacio. Este arqueólogo dibuja tres grandes modelos correspondientes a otras tres zonas geográficas: las sociedades de casas, observadas en el suroeste de Galicia y norte de Portugal; las sociedades heroicas, propias del norte de Lugo y de La Coruña; y las sociedades rurales profundas, localizadas en las zonas del interior y del sudeste.
En las sociedades de casas se habría cimentado la desigualdad social, puesto que cada familia, a través de su riqueza, poder e influencia, habría tratado de elevarse sobre las demás, acaparando un mayor espacio en el poblado. Las sociedades heroicas, por el contrario, habrían prestado poca atención al tamaño de la casa y a las propiedades de los materiales, pero en ellas habrían abundado las joyas y los símbolos de poder obtenidos como botines de guerra.
Por último, las sociedades rurales profundas casi no habrían mostrado diferencias sociales, ni en la disposición o el tamaño de sus hogares ni en la acumulación de adornos o riquezas. De ahí que aparentemente hubiesen sido las más igualitarias. No obstante, hay quien niega la jerarquización de los pueblos castreños.
Tesis recientes como la de Brais Currás, doctor en Historia que estudia la zona del Bajo Miño, aseguran que la vida social castreña es el triunfo “de un esquema organizativo que hizo posible la construcción de un sistema social no jerarquizado y descentralizado”. Para Currás, cada comunidad estuvo formada por un conjunto de unidades domésticas equivalentes entre sí, que accedían en igualdad a los medios de producción.
“Estamos ante una sociedad en la que no existen evidencias de formas de desigualdad fundamentadas en la explotación ni en un acceso desigual a la riqueza”, afirma. Según su tesis, las castreñas serían sociedades reacias al cambio y con economías de subsistencia, y en ellas solo habrían estallado conflictos de forma “estrictamente accidental”, no debido a la lógica de una sociedad aristocrática o guerrera.
¿Fue la castreña una sociedad igualitaria y reacia al cambio o tal vez jerárquica, violenta y en constante evolución? 
La visión de Currás se opone frontalmente a la de Xurxo Ayán, investigador de la Universidad del País Vasco, que plantea una Edad de Hierro jerárquica, violenta y en constante evolución. Para Ayán y otros investigadores afines, los pueblos castreños se caracterizaron por su dinamismo, principalmente a partir del siglo IV a.C., cuando la creciente complejidad social se manifiestó a nivel arquitectónico en la jerarquización de los espacios.
Señalan que en algunos poblados como Castrolandín y Monte do Castro, cercanos a Pontevedra, se observan cabañas en una situación predominante, no tanto por su mayor tamaño como por su emplazamiento en una zona elevada. Ayán vincula la monumentalidad de algunos castros con el carácter guerrero de los castrenses: “A partir del siglo IV a.C. tiene lugar un proceso que conduce a la aparición de élites guerreras que controlan el poder”.
El estudio de materiales desenterrados indicaría asimismo, según Ayán, que hubo jerarquías y diferencias sociales. Este investigador también pone en entredicho la idea de una economía de subsistencia. Avalaría su tesis el descubrimiento de yacimientos donde apenas hay viviendas, y los espacios fortificados parecen albergar estructuras destinadas al almacenaje de excedentes agrícolas.

Una controversia sin fin
Las divergencias también afloran a la hora de marcar una fecha clave en la historia de los castros. Para Currás, el siglo IV a. C.no fue tan determinante como el II a. C., a su criterio, el del inicio de la influencia romana. Una influencia previa incluso a la conquista de Augusto, que se habría materializado en la aparición de grandes castros, como el de San Cibrao de Lás.
Castros Gañicia Viladonga
Fotografía aérea del Castro de Viladonga, en Galicia. Cortesía: Departamento de Cultura de la Xunta de Galicia.  
Ayán contradice su tesis, argumentando que muchas de las innovaciones tecnológicas consideradas romanas habían llegado a Galicia siglos antes. Ejemplifica este adelanto con el castro de A Lanzada. Según él, su factoría de elaboración de productos de salado sería previa a la llegada de los romanos.
Pero esta datación sería errónea a ojos de Currás, que sitúa el castro de A Lanzada entre los siglos II y I a.C. Mientras la controversia parece no tener fin, las investigaciones de campo no cesan.
En la actualidad, los trabajos arqueológicos en castros como A Lanzada y Montedo Castro en Pontevedra, Baroña y Elviñaen La Coruña, San Cibrao de Lás en Orense o Castromaior en Lugo siguen proporcionando luz al estudio de una época sobre la que queda mucho por escribir.
Los renovados intereses por aspectos como la religión, la explotación de los recursos agrícolas y forestales, la minería y la pesca o la estructura social y económica seguirán aportando nuevas perspectivas al conocimiento de los pueblos castreños. Protagonistas de la primera gran transformación del paisaje del noroeste peninsular, estos aún se erigen en celosos guardianes de sus secretos.



Este texto se basa en un artículo publicado en el número 568 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.