Planeta Azul se presenta de nuevo esta vez haciendo énfasis en la vida de los faraones egipcios, es decir, los semidioses híbridos de descendencia divina. Los faraones eran considerados los intermediarios de los dioses en la tierra. Al morir se fusionaban con Osiris, momento en que eran venerados como una deidad más del Olimpo egipcio. Horus y posteriormente Ra les designaron sumos sacerdotes de todos los templos del país. Su poder era absoluto e incuestionable. Sin embargo, no faltaron impíos que buscaron el medio de acortar su mandato para cambiar el curso natural de sucesión.
En los momentos finales del reinado de Ramsés III, una de sus mujeres llamada Tiyi conspiró en palacio para lograr que su hijo, Pentaur, le sucediera en el trono. Para lograr su objetivo, Tiyi buscó la ayuda de un mayordomo llamado Pebakkamen, que fue quien reclutó a los hombres que se rebelarían contra el rey. Gracias a ellos y al apoyo que recibió de otras mujeres que vivían en el atestado harén de Ramsés III, Tiyi estuvo a punto de desalojar del trono a su marido. No hay datos que arrojen luz sobre cómo se frenó el complot, pero sabemos quiénes fueron los traidores. También conocemos que se constituyó un tribunal para juzgar a los imputados en la conspiración y que ciertos miembros de la comisión de investigación intentaron boicotear el proceso para no inculpar a algunos familiares suyos. Tras ser descubiertos, la ira del faraón cayó sobre sus cabezas. Los verdugos les cortaron la nariz y las orejas, castigo que se reservaba a los prefectos y magistrados que abusaban de sus funciones.
En los jeroglíficos se describe de forma un tanto ambigua la condena que aplicó el tribunal a los cabecillas del fallido golpe de estado: “Los han puesto en su lugar. Ellos solos han muerto”. ¿Les obligaron a suicidarse? En realidad, su final fue mucho más lento y terrible. Una momia hallada en Deir el Bahari, que corresponde a un varón de unos 25 años bien formado y sin lesiones, aporta pistas sobre el ajusticiamiento de los traidores. La momia es de un hombre que fue introducido en su sarcófago sin habérsele practicado las operaciones usuales del embalsamamiento. Su rostro desvela una horrible agonía, lo que sugiere que el desafortunado joven fue enterrado vivo.
El harén real, donde vivían las ambiciosas esposas del faraón y sus concubinas, siempre fue un foco de conspiraciones e intrigas políticas. El primer complot del que tenemos noticia se produjo durante el reinado de Pepi I, de la VI dinastía. En la autobiografía grabada en la tumba de un funcionario real llamado Weni se cuenta que fue llamado por el faraón para declarar en un grave caso de intriga que se produjo en el harén. No hay datos que desvelen quiénes fueron los traidores, pero sabemos que el rey le regaló a Weni una buena cantidad de oro para que embelleciera su última morada.
Hubo otra conspiración mucho más grave que culminó con el asesinato del faraón Amenemhat I, de la XII dinastía. La historia se relata en un escrito en el que el espíritu del rey asesinado alerta a su hijo Senwosret I de los traidores que medran en palacio. Este breve relato aporta detalles muy precisos del atentado mortal que sufrió el faraón cuando se encontraba solo y desprevenido en su dormitorio. “De haber podido empuñar el arma, habría devuelto los golpes a los cobardes con una sola mano”, le cuenta el espíritu de Amenemhat I a su afligido hijo.
En tiempos de paz, cuando el enemigo no acechaba las fronteras, ni tampoco los vasallos desleales o las esposas despechadas amenazaban la vida doméstica, los reyes vivían plácidamente en sus palacios, donde tenían a su alcance un gran número de distracciones. La caza en el desierto y en los pantanos, las peregrinaciones y los grandes banquetes eran actividades frecuentes. En algunas tumbas aparecen representadas las fiestas gastronómicas que disfrutaban los faraones y sus cortesanos más allegados. Se asaban bueyes, ocas en espetón y otros variados platos que eran degustados en vajillas de oro, plata o alabastro y regados con vinos y licores. A la fiesta acudían los músicos, cantantes y bailarines de ambos sexos. Ellas danzaban completamente desnudas o lucían un pequeño tanga, tal y como aparecen en una pintura de la tumba de Nebaum, que actualmente se puede admirar en el Museo Británico de Londres. Los invitados que acudían a las celebraciones reales se deshacían en cumplidos con su anfitrión, al que trataban como deidad. “¡Que la gracia de Amón sea en tu corazón!”. Los faraones se sentaban en sillas de alto respaldo ricamente decoradas con incrustaciones de oro, plata, turquesa y otras piedras preciosas.
Los sirvientes circulaban entre las mesas, distribuyendo bebidas, flores y perfumes. Las jóvenes criadas, desnudas o con sencillos vestidos transparentes que dejaban entrever sus encantos, ofrecían a los invitados unos conos de color blanco que éstos se ponían en la cabeza. Mientras los comensales comenzaban a comer, los músicos interpretaban alegres composiciones. Esas orquestas incluían instrumentos de percusión, entre los que destacaban las matracas, los crótalos, los cascabeles y los tambores, que ayudaban a acompasar el ritmo de las canciones. Junto a ellos se encontraban los instrumentos de viento y de cuerda, con flautas simples y dobles, obóes y arpas. Desgraciadamente, es muy difícil saber con precisión qué tipo de melodías interpretaban los músicos que amenizaban las fiestas de palacio.
Los hombres y mujeres bebían vino por igual. Parece que no existía la prohibición de servirles alcohol. De hecho, en algunas pinturas funerarias podemos contemplar escenas de grandes cenas en las que aparecen mujeres totalmente bebidas y vomitando. En la tumba de Paheri se aprecia una figura femenina que da órdenes a un criado. Los jeroglíficos que acompañan esta representación demuestran que las egipcias de alta cuna no tenían que recatarse con la bebida y lo decían claramente: “Dame dieciocho vasos de vino, quiero beber hasta emborracharme, tengo la garganta seca como la paja”.
En los momentos culminantes de la fiesta, algún cantante improvisaba versos que alababan la generosidad de la familia real y la bondad de los dioses. Según cuenta Herodoto, en las mansiones de los ricos, una vez finalizado el gran banquete, el mayordomo exhibía un pequeño sarcófago esculpido y pintado de tal forma que simulaba con gran realismo una momia. De esa manera, los anfitriones mostraban a los invitados la realidad del final de la existencia: “Mírala y luego bebe y disfruta de la vida, pues una vez muerto serás como esta figura”.
Junto al faraón debía estar presente su esposa principal, que al comienzo del Imperio Nuevo actuaba como reina consorte y transmisora del linaje real. Su posición en palacio le permitía realizar determinados ritos en los templos y actuar como garante del faraón durante su reinado. Los egipcios creían que la Gran Esposa Real era la que realmente otorgaba la legitimidad al aspirante al trono. De ahí que algunos príncipes que no estaban en el primer puesto en la línea de sucesión intentaran legitimarse como faraones casándose con las hijas de su antecesor, que en muchas ocasiones eran sus hermanas o sus hermanastras, como fue el caso de Tutmosis II, que era hijo de una reina de menor rango.
Los faraones podían ser unos padres de familia cariñosos e intachables. Al menos esa es la imagen que el arte egipcio de la época exhibió de Akenatón, que disfrutaba tanto de la vida familiar en su palacio que apenas lo abandonaba. Se le mostraba como un padre afectuoso que se deleitaba en compañía de su mujer y sus seis hijas. Durante su reinado estuvo de moda representar las manifestaciones cariñosas de la pareja real en pinturas o estatuillas. En ellas se puede ver al rey y la reina cubriendo de besos a sus hijas y cómo ellas responden acariciando con sus manitas la barbilla del padre y la madre. En la dinastía XIX, el arte egipcio recuperó su austeridad. Sin embargo, en las pinturas que adornan muchos sepulcros del Valle de los Reyes el marido y la mujer están representados siempre uno junto al otro, unidos para toda la eternidad. Al llegar al trono, Akenatón dio la espalda al dios Amón e instauró el culto único a Atón, el disco solar. También abandonó la tradicional capital de Tebas para construir otra a 290 kilómetros al norte, en un lugar que actualmente se denomina Tell el-Amarna. En esa ciudad vivió con su amada Nefertiti y juntos actuaron como sumos sacerdotes y mediadores de Atón en la tierra. El aspecto de esta reina nos resulta muy familiar gracias a la conservación fortuita de la escultura pintada de su cabeza, una obra maestra del arte egipcio que se conserva en un museo berlinés.
Los egiptólogos ignoran qué papel pudo desempeñar Nefertiti en la revolución religiosa que emprendió su marido. También desconocen qué ocurrió en los años finales del reinado de Akenatón. Sin embargo, sí han podido averiguar que el faraón no fue tan fiel a la bella Nefertiti como se creía hasta hace poco, ya que mantuvo relaciones con su propia hermana, fruto de las cuales nacería un niño que diez años después llegaría al trono bajo el nombre de Tutankamón.
Este dato ha sido desvelado gracias a los análisis de ADN de los restos mortales de Tutankamón y de otras diez momias. El estudio, que fue coordinado por Yehia Gad y Somaia Ismail, del Centro Nacional de Investigación de El Cairo, aportó otros datos importantes; por ejemplo, que el joven faraón padeció malaria, lo que quizá pudo debilitarle el sistema inmunitario. Asimismo, un estudio más detallado de las imágenes tomográficas que se tomaron de la momia hace años han revelado que el faraón tenía el pie izquierdo equinovaro (le faltaba un hueso en uno de sus dedos). Es probable que el estado enfermizo de Tutankamón se debiera al incesto, una práctica que conllevaba ventajas políticas pero que podía acarrear consecuencias letales para la salud.
Este dato ha sido desvelado gracias a los análisis de ADN de los restos mortales de Tutankamón y de otras diez momias. El estudio, que fue coordinado por Yehia Gad y Somaia Ismail, del Centro Nacional de Investigación de El Cairo, aportó otros datos importantes; por ejemplo, que el joven faraón padeció malaria, lo que quizá pudo debilitarle el sistema inmunitario. Asimismo, un estudio más detallado de las imágenes tomográficas que se tomaron de la momia hace años han revelado que el faraón tenía el pie izquierdo equinovaro (le faltaba un hueso en uno de sus dedos). Es probable que el estado enfermizo de Tutankamón se debiera al incesto, una práctica que conllevaba ventajas políticas pero que podía acarrear consecuencias letales para la salud.
Además de por razones sucesorias, el incesto también se produjo por la necesidad del faraón de consolidar su condición divina, lo que lograba relacionándose sexualmente con sus hermanas y en algunos casos con sus propias hijas. En este aspecto, Ramsés II estuvo a altura de su condición de faraón entre faraones. Es sabido que su gran amor fue la reina Nefertari, pero el rey también contrajo matrimonio con princesas extranjeras, con su hermana y con tres de sus propias hijas. A estos enlaces hay que sumar las relaciones que mantuvo con infinidad de concubinas. No es extraño que en su larga vida tuviera más de 130 hijos, muchos de los cuales murieron antes que él.
Nefertari parece haber sido la esposa preferida de Ramsés II, esta fama se basa en la buena conservación de su tumba, en la proliferación de representaciones de esta reina y en la belleza del templo menor de Abu Simbel, que mandó edificar el faraón para rendir culto a su mujer. Construida hace 3.200 años y decorada por los mejores artistas de la época, la cámara funeraria de Nefertari es la más espectacular del Valle de las Reinas, la conocida necrópolis ubicada en las cercanías de la ciudad de Luxor (la antigua Tebas). Cuando la descubrió el italiano Ernesto Chiaparelli en 1904, la tumba ya había sido saqueada. Lo único que quedaba era el sarcófago de la reina sin momia y los magníficos frescos que representan a los dioses del panteón egipcio: Horus, Anubis, Isis, Osiris y Serket.
Aunque muchos matrimonios eran estables, algunos acababan en divorcio de mutuo acuerdo. El proceso se llevaba a cabo sin la costosa colaboración de abogados y tribunales. La mujer abandonaba el hogar matrimonial y regresaba a la casa de sus padres llevándose consigo sus pertenencias y las partes correspondientes de la propiedad conyugal. En algunos casos, era ella la que se quedaba con la casa, siendo el hombre el que tenía que abandonar el hogar familiar. No sabemos quién se quedaba con la custodia de los hijos.
A las mujeres casadas no se les permitía ninguna libertad sexual. Si cometían adulterio, recibían el desprecio social y podían ser castigadas con dureza. Se censuraba que un hombre mantuviera relaciones con una mujer casada. Y no era tanto por motivos morales, como por evitar la reacción de los maridos cornudos, cuya ira podía alterar el equilibrio y la paz de la comunidad.
Las esposas del faraón que no podían amamantar a sus hijos recurrían a los servicios de nodrizas, uno de los oficios mejor pagados y al que podían acceder mujeres de todas las clases sociales. En el Periodo Dinástico, el puesto de nodriza real era muy buscado, ya que era un trabajo muy influyente. Su posición en el harén y la cercanía a la corte les permitía relacionarse con altos funcionarios, facilitando a las nodrizas un rápido ascenso en la pirámide social.
En el país de las “Dos Tierras”, formadas por el Alto y el Bajo Egipto, el sexo era el origen de todo lo conocido y la poderosa máquina que movía los engranajes del universo, cuyos mandos estaban en manos de los dioses. Los egipcios no se preocupaban por la virginidad de los hijos. Lo verdaderamente importante era la fertilidad y la capacidad de procrear. Sin embargo, apenas nos han llegado datos o representaciones pictóricas que desvelen cómo y en qué circunstancias se practicaba el sexo. La excepción es el denominado Papiro Erótico de Turín, que incluye una serie sexual de los egipcios es a través de los relatos mitológicos, dado que éstos siempre se inspiran en la conducta social del pueblo que los concibe.
Al igual que ocurría con sus intermediarios en la tierra, los dioses del Nilo practicaban la endogamia frecuentemente. Según creían los egipcios, todo lo que existe surge de un único demiurgo que en su soledad tiene que masturbarse para procrear la primera pareja divina, dos hermanos que al alcanzar la pubertad contraen matrimonio. A partir de ahí comienza la saga de incestos entre las distintas divinidades, cuyas relaciones se van complicando con el paso del tiempo. Por ejemplo, el dios Horus tiene como esposa a Hator, pero mantiene relaciones con siete concubinas, lo que provoca celos y continuas peleas conyugales. Las mismas trifulcas domésticas que debieron producirse en los atestados harenes de los palacios reales del antiguo Egipto por alcanzar o perder el lecho real. El comportamiento del dios Seth aporta algunos datos sobre cómo era percibida la homosexualidad a orillas del Nilo. Una de las versiones del mito desvela sus coqueteos con el dios Horus, del que alaba su espalda, y como éste confía a su madre Isis las inquietantes insinuaciones de Seth. Aunque la madre le aconseja olvidar el asunto, Horus termina cediendo a las proposiciones de Seth.
Otros textos parecen sugerir que la relación homosexual es sobre todo un acto de supremacía del poderoso sobre un inferior o un subordinado. Los egiptólogos han descifrado jeroglíficos que desvelan la íntima relación del faraón Pepi II con uno de sus generales, llamado Sasenet. La aventura amorosa entre los dos aguerridos varones encaja de alguna manera con la que mantienen los dioses Seth y Horus en el Olimpo egipcio. Los investigadores también han aportado información sobre las relaciones homosexuales entre algunos sacerdotes del templo de Jnum en Elefantina. Otras evidencias parecen sugerir que la homosexualidad fue rechazada por el pueblo, aunque consentida entre las clases dirigentes. El Libro de los Muertos, la guía indispensable del Más Allá, califica de virtuosa la abstinencia de las prácticas homosexuales, pero no aclara si esas prácticas eran ocasionales o muy frecuentes, ni cuál era su consideración social.
Al igual que a otros nobles, a los faraones y sus hijos les sometieron al morir al trabajo de los embalsamadores. El tratamiento de lujo incluía la extirpación del cerebro y, con excepción del corazón, de todos los órganos internos del difunto, (riñones, pulmones, hígado) que se guardaban en cofres junto al sepulcro, los llamados vasos canopos. Tras el lavado del interior del cuerpo, los expertos en momificación lo rellenaban con plantas aromáticas y después los salaban aplicándoles natrón, un carbonato sódico que sirve de conservante. Al cabo de 70 días, lo envolvían con vendas de lino y tapaban los ojos, las orejas, nariz y boca con cera de abeja. Estas manipulaciones daban como resultado un cuerpo esquelético revestido de una piel amarillenta y rostro afilado que conservaban bastante fielmente los rasgos del fallecido. Tras fabricar la momia, los sacerdotes iniciaban los ritos funerarios que facilitaban el viaje del fallecido a su residencia divina.
Dado que se consideraba que la potencia sexual y la fertilidad eran atributos necesarios para disfrutar del Más Allá, a los cuerpos momificados de los difuntos se les añadía unos penes postizos, del mismo modo que se colocaban pezones artificiales en los pechos de las mujeres para hacerlas plenamente funcionales en el otro mundo. Bendecidos con sus atributos humanos, los reyes disfrutaban del paraíso toda la eternidad. Las magníficas pinturas y jeroglíficos que decoran sus tumbas nos permiten imaginar con gran detalle cómo vivieron y murieron en sus suntuosos palacios a orillas del Nilo.
RECOPILACIÓN INVESTIGATIVA: ING. REYNALDO PEREZ MONAGAS
articuilo publicado en...https://rey55.wordpress.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.