Desde un hombre al que el dictador alemán le regaló un juguete cuando niño, pasando por una mujer que probaba la comida para asegurarse que no esté envenenada, hasta el testimonio de un soldado que sirvió como mensajero entre el general Juan Domingo Perón y Adolf Hitler.
Una historia cuenta que durante el verano de 1953 el entonces primer mandatario de Argentina llamó a su ministro de guerra, Franklin Lucero, para una misión secreta.
El general Franklin Lucero cumplió la orden de inmediato. Y a la mañana siguiente, un joven teniente del Colegio Militar ingresó al despacho presidencial. Perón lo saludó afectuosamente y le preguntó:
El joven teniente trató de disimular su asombro. No podía creer lo que le estaba pasando. Los hechos se habían sucedido vertiginosamente: primero, un auto de la presidencia había llegado a buscarlo sorpresivamente; luego, sin explicaciones, lo llevaron ante el presidente de la Nación… ¡Y ahora el propio Perón le encargaba una misión secreta!
Pero todavía faltaba lo más increíble:
A los pocos minutos el teniente recibía, en otro despacho contiguo al del presidente, las asombrosas directivas de Lucero.
No tuvo tiempo para más reflexiones. Lucero le entregó un maletín, con una pulserita que quedó enganchada a su muñeca derecha.
Lo llevaron a El Palomar, donde ya estaba listo un avión militar con piloto y copiloto. No había más pasajeros. Volaron directamente a Bariloche. Al llegar, lo esperaba otro teniente en un jeep del Ejército. Hicieron unos pocos kilómetros bordeando el lago y en menos de media hora llegaron a destino: una estancia patagónica.
Con la montaña de fondo, se veía una gran casa, en cuya puerta un asistente lo recibió y lo hizo pasar. La antesala desembocaba en un pasillo largo, con habitaciones a los costados. Al fondo, una sala con enormes ventanales que eran el marco de los imponentes árboles del parque. En el medio, sentado ante un escritorio, estaba Hitler.
Nada menos que el exjefe del Tercer Reich, quien se puso de pie. El teniente lo saludo militarmente. Luego el jefe nazi le tendió la mano y lo saludó cordialmente.
El diálogo fue breve. El oficial argentino destrabó la presilla de su pulsera de seguridad y le entregó el maletín.
Se estrecharon la mano otra vez, a modo de despedida. Y pocas horas después, el emisario estaba otra vez en su habitación del Colegio Militar, en El Palomar.
A partir de ese momento cumplió con su palabra de honor, empeñada ante Perón, de no revelar jamás este episodio.
Pasaron los años. Muchos años. Hace muy poco, en 2017, aquel joven teniente —ya un nonagenario— tuvo que ser sometido a una delicadísima operación. Estaba muy grave. Y como creyó que no iba a superar la cirugía, le dijo a su esposa: «Yo me voy a morir, así que te voy a contar una historia que es el secreto más grande de mi vida».
La mujer se conmovió por la lealtad de ese soldado, que había mantenido el secreto aún ante ella. Y que ahora se lo revelaba, creyendo que estaba a punto de morir. Ella lo escuchó, creyendo que era su confesión postrera. Pero sorpresivamente, el anciano salió bien de la operación. Hoy vive, es teniente coronel retirado y tiene 93 años.
El cronista conoció esta historia a través de Abel Basti, un periodista patagónico que lleva casi veinte años investigando el tema de la muerte de Hitler, su fuga de Alemania y su nueva vida en Sudamérica. Ya ha editado ocho libros (Bariloche nazi, Hitler en Argentina, El exilio de Hitler, Los secretos de Hitler, Hitler el hombre que venció a la muerte, Tras los pasos de Hitler, Hitler en Colombia y El gran engaño de Hitler) y está a punto de presentar el noveno: La segunda vida de Hitler. (1945- ?).
En ese nuevo libro Abel Basti revelará otras historias, tan apasionantes como la del joven teniente que fue correo entre Perón y Hitler:
La zona de la Patagonia en la que se habrían instalado Hitler y los nazis a partir de 1945 era enorme, según asegura Basti:
Entusiasmado, Basti sigue aportando datos de su investigación:
La historia de la estancia Inalco es apasionante. Tiene 452 hectáreas y 5 kilómetros de costa sobre el Nahuel Huapi. Fue terminada en 1944, sobre un diseño del arquitecto Alejandro Bustillo, contratado especialmente por García Merou. Lo singular es que la disposición interna de la casa principal es muy similar a al Berghof que Hitler tenía en los Alpes bávaros, incluyendo una pequeña villa lateral autosustentable, con usina propia, animales y cultivos.
Las revelaciones se suceden, al compás de nombres y fechas. La presencia de Hitler en la Patagonia, según el testimonio de Basti, parecería ser un hecho incontrastable. Pero el cronista —y quizás también el lector— tiene arraigada la historia del suicidio de Hitler en el búnker. Esa convicción vacila cuando Abel Basti sigue aportando los datos que arman un nuevo rompecabezas:
Este es el momento en el que aparece el nombre de Juan Maler, alguien clave en toda esta historia. De acuerdo a Basti:
Una de las historias más increíbles de La segunda vida de Hitler (1945 – ?), el nuevo libro de Abel Basti, es la de Edgar Ibargaray:
¿Y Edgar estuvo con Hitler? – le preguntamos a Basti.
En muchas de estas historias, la edad de los testigos enturbia los recuerdos. O exige rapidez para conseguir su testimonio. En otros casos, aparece el temor como condicionante.
El cronista sabe que la colección privada de armas de Hitler está en manos del sobrino nieto de Hans Ruppel, un comandante nazi que fue ayudante del dictador en la Patagonia. Basti dice que Hitler trajo su colección de armas a la Argentina, y que cuando murió quedaron en manos de Ruppel, un hombre que había pertenecido a la División Leibstandarte SS Adolf Hitler, una formación de élite de las Waffen SScreada inicialmente como una guarda personal armada del Führer. A su vez Ruppel se las entregó a su sobrino nieto.
Y por supuesto, junto con el horror que provoca la evocación del nazismo, aparece la invariable resistencia a aceptar esta revisión de la historia. Es que los interrogantes son muchos…
¿Cómo sabemos que Hitler no se suicidó en el búnker? ¿De qué manera salió de Berlín? ¿Cómo llegó a la Argentina? ¿Quienes participaron de ese operativo? ¿Cuál fue el precio de semejante traslado?
Hasta que podamos encontrar las respuestas, recordemos lo que dijeron dos grandes protagonistas de la historia de esos años. El general Dwight Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas combinadas anglonorteamericanas en la Segunda Guerra Mundial, reconoció: «No hemos sido capaces de descubrir siquiera una pequeña evidencia tangible de la muerte de Hitler en Berlín». Y Joseph Stalin, dictador ruso y presidente de la Unión Soviética, fue terminante: «Hitler no ha muerto, estoy convencido de que está vivo, oculto en algún sitio»…
Fuente: Infobae. Edición: Julio Lagos.
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