sábado, 6 de septiembre de 2014

LA CIVILIZACIÓN PERDIDA DEL URITORCO


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Comenzar este ensayo escribiendo algo como que los extraños giros del Destino nos llevan en direcciones impensadas trazando un camino que comenzó en la infancia y tiene un alto, sólo un alto, en la redacciòn de este artículo, sería una cursilería literaria si no fuese inevitablemente cierto. Porque cuando al reflexionar sobre las circunstancias que me llevan a teclear estas líneas se abreva no solamente en la investigación de campo que uno (el autor) ya madurito, ha realizado en el terreno, sino se nutre también de casi olvidadas anécdotas familiares que en su tiempo parecían carecer de relevancia es inevitable concluir que por más que les pese a los panrrefutadores militantes cierto ordenamiento inteligente se entreteje en la trama temporal de nuestras vidas. El Universo, la Conciencia Cósmica, Dios, Bhrama y un Arlequín cósmico jugando con nosotros; sea el lector quien elija la autoría metafísica. Yo sólo soy un mortal observador de su accionar.
Pertenezco a una familia que por tres generaciones cumplió espontáneamente un extraño ritual: cumplidos los once años de cada hijo varón –por línea paterna desde hace cuando menos cinco generaciones, sólo hemos nacido varones- éste asciende con su padre al mítico cerro Uritorco, sí, el mismo que concita el imaginario colectivo en torno a OVNIs y duendes, ciudades subterráneas y portales cósmicos, en la argentina provincia de Córdoba. Y no se trata que mi familia tenga un historial de brujas y hechiceros ni entusiasta pasiòn por lo oculto latente en heredadas bibliotecas familiares, no. Para bien o para mal, soy el primer Fernández (de ésta rama de los Fernández, habida cuenta que sumaremos algunos millones en el mundo) con profesional dedicaciòn a enigmas y misterios.
Si sirve de algún parámetro, mi abuelo y mi padre, socialistas contumaces y proletarios que lograron ascender a puro esfuerzo en la escala social desde sus humildes orígenes, siempre vieron mi temprana vocaciòn por investigar “cosas raras” con una indisimulable mezcla de ternura y preocupación. De modo que esa costumbre casi arquetípica para nosotros de veranear en Capilla del Monte y que, cumplido sus once años, mi padre acompañara a mi abuelo a la cumbre del Uritorco, y que cumplidos mis once años hiciera lo mismo con mi progenitor (con mi único hermano, menor, aún discutimos la fecha exacta de su propia única ascensión; él no la recuerda, yo, por el mero hecho de mi mayoría de edad, la ubico alrededor de los mismos mágicos once años) siempre era visto por las mujeres de la familia como una curiosidad un poquitín extravagante. Hoy, desde mis cincuenta y seis años, veo en ello otra Mano, y era muy conciente cuando, siete años atrás, hice lo mismo con David, mi único hijo varón.
Aviso –quizás tardío- al lector: en este trabajo no encontrará canalizaciones cósmicas, mensajes mediumnímicos ni revelaciones supranaturales. Sólo, nada más –y nada menos- que investigación de campo. El resultado de visitar a través de los años ese mágico enclave y sus aledaños reuniendo datos, crónicas, testimonios; evaluando “in situ” las observaciones de terceros, abriéndome paso a punta de sudor entre peñas y matorrales sólo para salir de ciertas dudas. No le faltará al lector interesado decenas de publicaciones donde sus autores expondrán sus vivencias personales cuyo valor será funciòn matemática de la disposición de creer que tenga quien recorra esas páginas. Aquí hablaremos de otra cosa, de aquello que nutría una adolescencia quizás lejana pero siempre recordada: la pasiòn por preguntar, por indagar, por caminar. Recuperar más el espíritu del explorador que el del profeta. Aunque, claro, lo de “explorador” es una exageración en la bucólica sierra cordobesa donde el viandante pasea con relativa seguridad y comodidad.
En el “Valle de los Espíritus”
Luego de aquel ascenso de 1969, con once años, llegué a la cima del Uritorco –hasta hoy- veintiún veces más. Varias de ellas en plan de investigación, algunas incluso en solitario. He pernoctado en la otrora “Pampita” devenida en “Valle de los Espíritus”. He visto las “luces del Uritorco”, también.
Recuerdo particularmente un ascenso del año 1986. El día era de por sí destemplado y la inminente tormenta no auguraba, precisamente, un final rutilante a la travesía. Pero munidos de irresponsable entusiasmo persistimos en la trepada, observando como algunos compañeros fumadores iban dejando pedacitos de pulmones regados por el camino para hallar, supongo, el camino de regreso.
El ascenso requiere voluntad y paciencia. Nada más. Dejando de lado el memorable paisaje, el paseo es francamente monótono y, salvo la oportunidad de un refrescante chapuzón en una vertiente, nada nos detiene hasta tocar la cruz sita en la cumbre, así como nada nos desaburre. ¿Nada?. Bueh, es un decir. En realidad debería haber aclarado nada anormal.
Porque si algo resulta gracioso en el Uritorco son sus visitantes. Recuerdo cuando ascendí por primera vez al cerro, hace casi cuarenta y cinco años, en que el grupo de tres personas del que formaba parte no encontrara ningún compañero de viaje por el camino. Hoy, a mitad del mismo, el Uritorco me recordó desagradablemente la porteña calle Florida entre Corrientes y Lavalle un lunes a las doce del mediodía. Y no con feriado bancario, precisamente.
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Mieleros, buscadores de aventuras, familias con nenitos y el perro (¡Sí!. ¡Yo vi un can andinista con estos ojos cuando nadie me había convidado nada fuerte todavía!). Pero lo más, cómo decirlo… lo más ¿tierno, sería la palabra?, eran los místicos.
Me encontré ya durante el descenso y muy cerca de una explanada conocida como “la pampita” (lugar más que apto para acampar) con un parapsicólogo de la ciudad de Córdoba. El había tenido –según me contó- ciertas visiones noches anteriores de que un OVNI aparecería en la zona y de que hallaría –él, no el OVNI- una misteriosa caverna de acceso a reinos subterráneos que supongo de lovecraftiana antigüedad. Al OVNI lo había observado la noche anterior –no encontré ningún otro testigo que confirmara la especie- y la caverna también, allá lejos en un barranco. Traté de explicarle que se trataba de una fisura en la roca más que conocida por los lugareños –conclusión a la que llegué después de bajar un buen trecho por la vertiginosa ladera entre zarzas, piedras sueltas y no sé cuántas alimañas- pero el vidente, mirándome con la omnisciencia de la sabiduría divina, siguió convencido de su “revelación”.
Al día siguiente –dijo- entraría al mundo subterráneo. Hombre precavido, el parapsicólogo. Un revólver calibre 38 largo y una carabina con mira telescópica más una escopeta de doble caño del 12 y una pistola Beretta 22 lo acompañaban en su espiritual misión. Según comentó, un puma andaba rondando y yo, que algo escuché de pumas en mi vida, me pregunté que clase de felino era ése que ansiaba la compañía de seres humanos próximo a las ciudades en vez de la nutritiva complicidad de corrales monteses.
En fin, que después de convivir con tales personajes, sólo sobrevive una convicción: la de haberme encontrado con burgueses cosmopolitas que escapando de sus mediocridades cotidianas, quieren, aunque sólo fuera por un fin de semana, sentirse cercanos a Indiana Jones para tener algo que contar en las tertulias a su regreso. Como siempre, en el mar difuso de los enigmas sólo permanecen, inmarcesibles, los chiquitos temores de todos los días que soporta el hombre: su inseguridad ante lo Desconocido, su angustia existencial, su necesidad de que algo maravilloso le pase en la vida (“¡por favor, aunque sea una sola vez!”) y el erótico deseo de llamar la atención de quienes le rodeen. La vieja histeria.
Largas filas de meditantes de la “new age”. Flacos, barbudos, con cara de falopa o de “yo no fui” que trataban de trasuntar una discutible paz interior (¡anímense a cuestionarles a estos místicos sus creencias!). El “paz, hermano” marcaba cada encuentro entre las peñas, preludio de un breve diálogo donde a los gestos dispensadores de bondad, a las miradas resplandecientes de gozosa exaltación (o de fiebre) y a las declamaciones de encuentros cósmicos les seguían, inexorablemente, los eclécticos pechazos de comida, una frazada, algunos pesitos… porque en su devocional misión se habían largado con lo puesto y no era cuestión, claro, de andar molestando a los hermanos extraterrestres que tan diligentemente los habían instruido con necesidades tan vibratoriamente bajas como las de este reino material. Que para eso estábamos nosotros, después de todo, hombres del barro que no del cielo estrellado. O sea, spiritus promptum est, caro autem infirma. El espíritu está listo, pero la carne es débil.
De prestigio más próximo a lo metafísico que a lo histórico durante las últimas décadas, supuestas ”bases” de OVNIs, la leyenda de una mítica ciudad subterránea llamada Erks, pretendidos contactos extraterrestres y con entidades elementales (sobre cuya verosimilitud no debatiremos aquí) le han otorgado un protagonismo mediático a nivel internacional que seguramente no soñaron sus fundadores y consolidadotes urbanos a través de los últimos cuatrocientos años. El hecho relevante es que es tal el aluvión turístico –y el crecimiento demográfico, en brazos de personas que por razones espirituales en su mayoría, han elergido radicarse en Capilla del Monte, otrora somnoliento pueblito rumbo a convertirse en errática ciudad, sita al pie del mismo cerro- que se hace difícil suponer que allí mismo aún hoy, sobreviven evidencias de una civilización desconocida que, quizás no casualmente, eligió establecerse en los alrededores de este “radiofaro espiritual” para un segmento tan notoriamente marcado de la población. Esa misma relación quizás quite entidad científica a mi hallazgo, cosa que, si he de ser sincero, me importa muy poco: las huellas están ahí (por lo menos, a la fecha, esperando que la depredación del ser humano no acabe rápidamente con ellas) para quien quiera reverlas y dado que soy por naturaleza bastante indiferente a alabanzas y escarnios, me limito a exponer simplemente hechos. Tangibles. Inconmovibles. Tanto como la piedra de lo que están hechos.
Pero tengo la fuerte sensación que no es ajena la localización de esta civilización perdida donde hoy se establece la Meca de la Era de Acuario, no sólo para Argentina sino para un número creciente de “creyentes” provenientes de todas las latitudes del globo. Sostendré a lo largo de este trabajo que el lugar tiene una naturaleza que le hace especial, y que los mismos factores (seguramente rodeados de otra popularización) que hoy vehiculizan a tantos cosmopolitas a pasar sus vacaciones “místicas” en el lugar son radicalmente las mismas fuerzas que empujaron a ese pueblo ancestral a establecer en la zona sus centros ceremoniales. Que aún esperan, en parte confundidos bajo las construcciones impiadosas de un crecimiento urbanístico que por mucho que se abrogue una esencia de “reivindicación ancestral” los ignoró, seguramente con la inocencia del ignorante. Siguen allí, en ocasiones cubiertos por los amatorios “graffitis” de los inadaptados de siempre. Duermen un sueño de milenios bajo la mirada indiferente de turistas agobiados por el sol, y maravillados por un paisaje imponente que pasan frente a ellos con la aquiescencia de estar en presencia, solamente, de “extrañas formas rocosas”….
Extraña redacción la de este trabajo, aprovechando esperas vacías de otra propuesta saltando de avión en avión, volando de congreso a seminario, en las pausas de mi actividad de todos los días. Escribo de esta manera por razones si se quiere catárquicas y autoterapéuticas. Dejaré para la paz del hogar y el silencio recoleto del escritorio otras redacciones. Evocaré, a medida que mis dedos tamborileen sobre el teclado, mi propio sino avatárico alrededor del Uritorco. Invocaré las potestades familiares, llamaré a los espíritus de mis ancestros que tuvieron su cuota de responsabilidad en esto, y dejaré huella escrita de una vuelta de tuerca inesperada al enigma que el sagrado “Cerro Macho” viene imponiendo desde la profundidad de las eras geológicas.
En un principio estuve tentado de colocar el título entre signos de interrogación, más por respetar la objetividad investigativa que por convencimiento propio. Pero, finalmente y en lo personal, privan mis convicciones: las que dictan mi certeza de estar frente a las evidencias que, en la tan traída y llevada Capilla del Monte, en la provincia de Córdoba, Argentina, sentó sus reales, quizás miles de años atrás, una cultura megalítica aún no reconocida por la Ciencia.
Si tuviera que encontrar el eco de algo conocido, todo me remite a Marcahuasi, en Perú. Allí, como aquí, un horizonte cultural (al que Daniel Ruzzo ha denominado “masma”) modificó el paisaje, aprovechando las formaciones rocosas de esa meseta para erigir ciclópeas representaciones figurativas. Sé que aquí (como allí) detractores y defensores dividirán rápidamente las aguas y formarán en ambas riberas. La confrontación, debo decirlo, me es indiferente: prefiero el juicio de ustedes, mis lectores.
Alguien –de aquellos que duermen la siesta enroscados en la pata de la cama- podrá decir que esto es una nueva vuelta de tuerca promocional al ya místico paraje, con una larga historia de leyendas, duendes, OVNIs y la inevitable caterva de reminiscencias neoespiritualistas. Rizando el rizo, podría entonces yo decir que Capilla del Monte resultó siempre atractiva porque el lugar, desde épocas pretéritas, cuenta con una condiciòn especial que atrae las manifestaciones
espirituales, elegida por ello por los antiguos, renovado el compromiso por nuestros contemporáneos. Por cierto, no es una especulación menor: sería un interesante entronque entre lo antropológico y lo sociológico analizar porqué, respetando matices, un mismo lugar, saltando barreras históricas, es visceralmente
tan atractivo para la expresión espiritual de generaciones tan distantes entre sí en la línea del tiempo.
Pero remitámonos a las evidencias. Sin duda, el disparador de estas elucubraciones ha sido sentarme a reflexionar, en decenas de oportunidades ya, en el “Pucará del
Uritorco”, hallazgo aún –como todo este material- no debidamente considerado por los (ir)responsables de siempre
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Mortero ritual en la cumbre del Uritorco
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“Cueva del Útero”
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Antiguas perforaciones junto a la “Cueva del Útero”
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Otra roca con hoyos, señalando el camino a la “Cueva del Útero”
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“Morteros” frente a la “Cueva del Útero”
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también otras evidencias concomitantes, y salgo otra vez al cruce de mis detractores. Imagino el argumento: “¿Cómo es posible que en una zona con tanta afluencia turística seas vos, Gustavo, quien descubre esto?”. Yo no me llamo “descubridor”; sólo observador (y, modestia aparte, en eso creo ser muy bueno). A fin de cuentas, no tengo la culpa de ser el primero que reportó la “Cabeza de Cóndor” en el mismisimo Uritorco, junto al cual pasan miles de paseantes todos los años (para quien aún no la haya visto y quiera hacerlo en su próximo ascenso al cerro: unos cuatrocientos metros antes del “ojo de agua”, inmediatamente antes de “la pampita” (así la llamaban en mis mocedades, ahora la han bautizado más glamorosamente como “el valle de los espíritus”), a la derecha del camino y mirando hacia arriba (supongo que pocos lo habrán notado porque, a esa altura del paseo, el cansancio hace que uno avance penosamente con la cabeza gacha). O que los “morteros” de la cumbre son eminentemente rituales, con un “desagüe” para drenar líquidos en las ceremonias (de la misma manera que en el Pucará se encuentran inexplicables perforaciones que ascienden en forma sinuosa por dentro de la roca para salir por un punto superior, lo que hace suponer que los usaban para fumar algún tipo de enteógeno y así comulgar con la Pachamama, y el gran interrogante de que con qué técnica o herramienta pueden hacer una extensa perforación sinuosa por dentro del granito).
Las imágenes que quiero presentar fueron tomadas entre El Zapato y el dique El Cajón, en la meseta que se extiende al norte de éste. Son claramente discernibles:
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Cabeza de Lobo, Perro, etc
a) la cabeza de lo que parece un lobo, con las orejas claramente echadas hacia atrás, visibles los ojos laterales, las fauces abiertas y la mandíbula inferior claramente articulada.
b) Dos “cabezas de lagarto” deterioradas pero reconocibles de apreciables dimensiones (compárese las proporciones), ambas igualmente orientadas al norte, lo que reduce las posibilidades de una formación natural.
c) “huellas de pies” y otras tallas del suelo rocoso
d) En los “aleros” que se sabe, luego tardíamente, los “henia – kâmiare” (mal llamados “comechingones”) usaban para largos períodos de ayuno y meditaciòn (y que miran hacia su cerro sagrado, el Uritorco) recortes en los mismos presumiblemente artificiosos.
e) Tres rocas –mostramos una de ellas- absolutamente naturales, claro, pero con la coincidencia que todas se apoyan sobre tres “pies” muy similares, como si se hubiera rebajado la roca para dejar esta particularidad expuesta.
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Quiero sumar también dos observaciones: en Los Terrones (muy cerca del lugar de referencia) se encuentran rocas horadadas por lo que los lugareños (sin duda influidos por los académicos) denominan “morteros”, que se supone para la molienda de granos. Es risible que en ejemplos como los que muestro lo sean, toda vez que los orificios se encuentran en toda la superficie en derredor de la roca, para lo cual tendrían que haberla volteado en cada ocasiòn, teniendo tanta piedra disponible en sus alrededores…. Y, por otra parte, éstas se encuentran en el sendero que lleva a la “Cueva del Útero” que se presume sirvió para prácticas chamánicas ancestrales. Yo las supongo “mojones” de referencia simbólica.
También, recordemos que en Los Terrones se encuentran las dos columnas de roca que ilustro, absolutamente idénticas a otras dos que fotografié en Tepoztlán (Morelos, México) lugar que, por cierto, es un “eco” de Capilla del Monte.
Ahora bien, ¿quiénes hicieron estas obras?. Como escribì, tengo la fuerte presunciòn que todo el conjunto, Pucará – Cabeza de Cóndor – Tallas de El Zapato pertenece al mismo horizonte y por lo tanto, la misma época, lo que de por sí nos sitúa unos 6.000 años A.C. Es probable que en la zona –las mismas estribaciones serranas, por caso- haya otras tallas de este tipo. Pero lo cierto es que, por definición, esto no pertenece a ninguna cultura conocida y tipificada por la ciencia académica. Y nos ubica más cerca de las leyendas arcaicas, de un Tiwanaku ancestral, del mismo Marcahuasi… Y ante la pregunta de: “¿porqué no se hallaron antes, y en otros puntos, algunas otras evidencias?” sospecho alguna catástrofe, vaya a saberse si natural o provocada, que borró todo otro vestigio más deletéreo de la faz de la tierra. Mis reflexiones me hacen sospechar esa hecatombe alrededor del 3.600 A.C. por un colectivo de razones que excede los límites de este artículo.
Como señalamos, allí están las evidencias, inevitablemente ya maltratadas por el turista desaprensivo. Esperemos, hagamos votos, para que sean merecedoras de un estudio más acabado y su preservación antes que desaparezcan.
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pero hay algo quizás aún más interesantes. Si se proyecta imaginariamente una línea desde el pico hacia el fondo del cercano precipicio, quizás de unos cien metros, se observa lo que aparenta ser la entrada a una cueva, junto a cuyo acceso brota un raudo manatial, y señalada – o protegida- por una gran roca vertical ovoide.
Y aquí lo interesante de comentar. Señalé que nadie parece haber dado cuenta de la presencia de esta colosal cabeza, quizás de unos cuatro metros de altura. Pues tampoco, no hay registros de la cueva y, que se sepa, quien la haya explorado. Obvio es decir que ya está en nuestra agenda, y muy pronto trataremos de relevar en detalle la efigie y descender al profundo barranco.
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En lo personal, no creo que hayan sido los “henia – kâmiare” sus hacedores. Estudiando en el terreno dicha cultura, he observado que desde lo tecnológico su naturaleza los llevaba a vivir de la manera más natural posible. De hecho, sus viviendas eran, en el mejor de los casos, chozas semisubterráneas (por eso los sanavirones, sus eternos enemigos, llamaron a las vizcacha “k’mchingon”, dado que ése era el grito de guerra de los henia – kâmiare -y significa “¡A muerte!”- y, una vez llamados esos roedores así, despectivamente y por analogía el término revirtió a la etnia que nos interesa por su costumbre de vivir bajo tierra o en cavernas). Aún más; su presencia es constatada desde aproximadamente el 3.000 antes de nuestra era, y ya tres mil años antes, es decir, en el 6.000 A.C. hay evidencia científica de la presencia de un pueblo aún desconocido pero capaz de grandes logros urbanísticos. La prueba es el Pucará de Pueblo Encanto datado en ese entonces por los depósitos de limonita en los orificios excavados artificialmente en el granito. Por la grandiosidad y magnificencia, estimo que la cabeza de cóndor debe haber sido obra de la misma cultura.
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Huellas de Pies?
Muy posiblemente éste sí sea de factura comechingón, toda vez que sabemos sobradamente que este pueblo reverenciaba el lugar y ascendían al mismo con propósitos rituales. Así como muchos morteros de la zona sin duda no han tenido las aplicaciones agrícolas o culinarias que los arqueólogos académicos tratan de adjudicarle con tan poca imaginaciòn, éste en particular, con un visible drenaje, seguramente servía, por la vista impresionante de su ubicaciòn, para el consumo de hierbas o brebajes enteógenos con fines extáticos o chamánicos. Recordemos que estos pueblos tenían la costumbre de “fumar la piedra”, taladrando orificios y conductos en la roca -como las “pipas” del citado pucará- para quemar hierbas que inhalaban con fines rituales. A fin de cuentas, la práctica devocional de “fumar la piedra” que es también parte de la Pachamama así como copular con ella -otra práctica extendida por todo el orbe- pone de manifiesto el atributo humano y sensible que daban al orden natural.
Permítaseme señalar también en los cercanos Los Terrones una formaciòn, quizás natural pero con algo de… ¿portal?. Cada uno, cada una,hágase cargo de sus suposiciones.
Columnas del “Portal”
¿Un portal en Los Terrones?
Ante el esperable argumento que tenderá a minimizar el significado de estos hallazgos en funciòn de su casi “inserción cosmopolita” (no están en estribaciones perdidas de una cordillera o bajo las dunas de un desierto, sino allí mismo, donde pasean ancianos jubilados, familias de vacaciones, estudiantes en viaje de egresados) señalaremos que, precisamente, lo urbano actúa más como “enmascaramiento” de la extrañeza que como significante. Además, si hay lugares donde los arqueólogos menos se ven motivados a indagar en el terreno es, precisamente, en
zonas turísticas, generalmente bajo el exigüo pretexto que “si hubiera algo allí, ya habría sido catalogado”. Y la necesidad de reescribir la historia de Capilla del Monte –pero reescribirla en términos milenarios- demuestra lo errado de ese aserto.
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Arriba, Los Terrones. Abajo, Tepoztlá
Fuente: http://alfilodelarealidad.wordpress.com/2014/05/30/la-civilizacion-perdida-del-uritorco

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